El apagón eléctrico del 28 de abril de 2025 no fue un suceso fortuito ni imprevisible. Fue la consecuencia inevitable de una política energética que ha abandonado los principios básicos de la planificación estratégica. En cuestión de segundos, el sistema eléctrico español perdió más de 15 gigavatios de potencia, y con ellos, la capacidad efectiva del Estado para garantizar un suministro eléctrico continuo, fiable y seguro, como corresponde a una infraestructura crítica de primer orden. No puede descartarse por completo un ataque cibernético, pero todo indica que no se trató de un sabotaje ni de un desastre natural. Lo más probable es que se produjera un fallo interno: no había suficientes centrales activas para sostener la carga en condiciones críticas. La red eléctrica, simplemente, no resistió.
Este hecho no puede analizarse solo como una anomalía técnica. Es, ante todo, una consecuencia política. España ha renunciado, con decisión y sin debate, a uno de los pilares de su seguridad nacional: la soberanía energética. Y lo ha hecho siguiendo un modelo que basa su modelo en la transición energética como si fuera un fin en sí mismo, desconectado de las necesidades reales de un país industrializado.
La soberanía energética no es una consigna ni una aspiración difusa. Es la capacidad de un país para garantizar el suministro estable y predecible de la energía que necesita, sin depender de condiciones externas que no controla. Significa tener generación propia, capacidad de decisión tecnológica, autonomía en tiempos de crisis. En resumen, tener el control sobre un recurso que sostiene la economía, la industria, las comunicaciones, los servicios esenciales y, en última instancia, la seguridad nacional.
En las últimas décadas, la política energética española ha avanzado en una dirección opuesta. Se han cerrado centrales térmicas y se ha puesto fecha de caducidad a las nucleares sin contar con un sistema alternativo. Las energías renovables han crecido de forma notable, pero sin el respaldo técnico y estructural necesario: no hay almacenamiento suficiente, la red no está preparada para una gestión descentralizada a gran escala, y, lo más grave, no hay generación firme capaz de cubrir la demanda cuando el viento no sopla y el sol no brilla.
La narrativa oficial dominante insiste en que las renovables pueden ser la base del sistema. Convertir esa idea en un dogma político ha ocultado una realidad elemental: las renovables, por útiles que sean, no pueden garantizar por sí solas un suministro eléctrico constante y seguro. No lo hacen en ningún país que dependa de ellas sin respaldo. No lo harán en España. Y cuanto antes se acepte esa limitación física, antes se podrá corregir el rumbo.
La gran ausente en este modelo ha sido la energía nuclear. A pesar de que es la única fuente capaz de producir grandes cantidades de electricidad de forma continua, sin emisiones contaminantes y con un alto rendimiento, ha sido excluida por motivos puramente ideológicos. Esta exclusión no responde a razones técnicas ni a análisis de coste-beneficio, sino a una decisión política asumida como irreversible. Una decisión que ha debilitado gravemente la seguridad energética de España.
Mientras otros países recuperan o refuerzan sus programas nucleares —Francia, Polonia, Finlandia, el Reino Unido, incluso Japón—, España se ha propuesto desmantelar su capacidad sin una alternativa clara. Se ha abandonado una industria en la que el país tenía décadas de experiencia, tecnología nacional, capital humano cualificado y un parque operativo que todavía puede generar energía de forma segura durante muchos años más. Y lo peor: no se está sustituyendo esa capacidad con algo igual de fiable. Se está confiando en que “el mercado”, “la interconexión europea” o “el almacenamiento futuro” resolverán lo que hoy no puede resolverse.
En paralelo, aumentamos nuestra dependencia de fuentes externas: importamos gas, tecnología, materiales críticos y, cada vez más, electricidad.
Es necesario un cambio de rumbo. Es imprescindible prolongar la vida útil de los reactores actualmente operativos más allá de 2035, y al mismo tiempo abordar con rigor la incorporación de nuevas tecnologías más seguras y eficientes, como los reactores modulares pequeños (SMR), que representan una solución viable para reforzar la capacidad firme del sistema eléctrico.
Las renovables, sin duda, deben seguir creciendo. Pero su papel debe ser complementario. Sin generación firme nacional, sin almacenamiento real y sin infraestructura robusta, dependeremos de condiciones ajenas a nuestra voluntad. Eso no es transición, es vulnerabilidad estructural.
El apagón de abril no debe verse como un episodio aislado, sino como una advertencia. Nos mostró, de forma cruda, lo que significa perder el control sobre la propia energía. España debe recuperar el sentido estratégico de su política energética, reforzar su capacidad nacional y volver a entender que la soberanía no se improvisa: se construye. Si no lo hacemos, seguiremos siendo un país moderno que depende del clima para funcionar. Y eso, en términos de seguridad y soberanía, es simplemente inaceptable.