En estos días, cuando la deconstrucción de nuestra Historia más reciente está alcanzando sus cotas más altas y distorsionadoras puede resultar clarificador o incluso suscitar nuevas reflexiones interesantes, recurrir a testimonios reales, aunque parezcan de parte. Dicho de otra forma, recurrir al testimonio directo, por subjetivo que parezca, como fuente de información. Y este es el caso, mi caso, que fui un niño del franquismo de posguerra.
Nací en Segovia en 1947, ocho años después de la victoria de Franco y dos de la derrota de Hitler. Mi padre y mis tíos combatieron en el lado nacional durante la Guerra Civil, por lo tanto, vivieron una victoria bélica, pero para nada me asediaron con sus experiencias, ni presumieron de ellas, ni me atosigaron políticamente; es más, exhibían una indiferencia política sobresaliente, tal vez porque la victoria es balsámica y la derrota amarga. Este aserto lo fui descubriendo posteriormente, al tener amigos, hijos del lado de los derrotados, que tarde o temprano solían exhibir vicariamente los efectos amargos de la derrota en la vida de sus padres y ancestros.
En 1950 mis padres emigraron a Madrid, a Canillejas concretamente, donde la vida y la convivencia era absolutamente normal, aunque todavía quedaban residuos de la guerra fratricida, trincheras y nidos de ametralladoras donde los niños jugábamos a “los indios y americanos”. La huella de la guerra civil no existía como temática del juego infantil, los niños de mi barrio éramos felices. Con la edad y la maduración personal, fui poco a poco introduciéndome en la realidad política, social y económica de nuestro país, todo ello sin estridencias, sobresaltos o traumas, en contra de las pretensiones que ahora los reinventores de la verdad nos quieren hacer creer. A resaltar que mi extracción social era de clase humilde, ya que tuve que trabajar y estudiar simultáneamente para conseguir tener una promoción profesional, social y académica.
Fruto de ese proceso de maduración lógico, a partir de 1970 me integré en la subversión antifranquista y me alineé con la izquierda política, en este caso la izquierda libertaria hasta convertirme, incluso, en militante de un sindicato de clase. Pero mi papel en política fue irrelevante y muy secundario. Lo cierto es que el marxismo nunca me sedujo y milité en esa izquierda hasta 1981 mientras mis excompañeros de aventura política se integraban en Izquierda Unida. Superado este ciclo político, evolucionaría hacia posiciones políticas “moderadas y burguesas”, lo que se define como el liberalismo conservador, y ahí sigo.
Como un Jano bifronte, miro simultáneamente hacia atrás y hacia adelante y me percibo legitimado para dar opiniones, no para satisfacer a nadie en particular, sino para poder comprender con criterio propio la realidad que me rodea. Se trata de entender, clasificar y valorar las diferencias entre el pasado y el presente, desde mi personal perspectiva ideológica, por supuesto. El pasado representado por el franquismo y el presente, representado por el sanchismo, no me complacen, aunque en ambos escenarios puedo afirmar que he tenido una vida razonablemente feliz y satisfactoria. No tengo ninguna sensación traumática, catastrófica o estigmatizadora, asociadas con el franquismo, más allá de un par de incidentes con la Policía Armada en una manifestación y cinco puntos en de sutura en la cabeza causados por un agresor político desorientado. En el franquismo llegué a la paternidad, me licencié en la Universidad y me desarrollé profesionalmente sin contratiempos.
El poder balsámico de la Transición
La Transición me sentó muy bien, olvidé la política y me centré en mi vida personal y profesional, pero este ciclo de paz doméstica lo rompió la izquierda en 2004, y especialmente el socialismo radical y guerra civilista de Zapatero. La irrupción de este socialdemócrata revanchista sí me influyó, más de lo que yo hubiera deseado. Consecuencia de Zapatero y sus andanzas políticas y doctrinales me sentí movilizado de una forma nunca sentida por mí anteriormente, por la defensa de mis libertades individuales. Más incluso, que mi incorporación en los años 70 al antifranquismo subversivo suave.
Porque en aquella década, Franco ya nos resultaba menos amenazante de nuestras libertades individuales, en vías de recuperación, en tanto que Zapatero ya en democracia, no sólo venía a recortar nuestros logros de la Transición, sino que pretendía adoctrinarnos y reconstruir nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro, desde su tóxica visión de socialista radical. Él volvió a enfrentar a los españoles reavivando el “guerra civilismo”.
Alarmado por esta versión renovada de nuestra Historia, de la mano de este y otros políticos de izquierda, comencé a especializarme en adoctrinamiento político y me dediqué a estudiar cómo las filosofías políticas nos influyen hasta el extremo de manipular nuestras conciencias y reconducir a su gusto y capricho nuestras libertades individuales. ¿La respuesta? Entre 2011 y 2025 publiqué doce libros sobre el adoctrinamiento y su relación con las ideologías políticas, los medios de comunicación, la producción literaria, el cine, la agresividad social, el acoso político y los valores doctrinales excluyentes.
Efectivamente, los políticos adoctrinan, pero de forma diferencial y con intensidad variable. Cuanto más radical es una filosofía política, mayor es su pasión y voracidad por controlar conciencias, limitar conductas y manipular emociones. He de reconocer que los más parcos en adoctrinamiento son los liberales. Son, en mi opinión, los genuinos defensores de la libertad de conciencia y de las libertades individuales, de ahí que adoctrinar para ellos es un hándicap de difícil superación, porque no pueden negar en la práctica lo que defienden en la teoría. Esta sería una razón más de porque las derechas, cuanto más liberales, menos “eficaces” en sus procesos de influencia social. Hecho que contrasta con el adoctrinamiento tan eficaz de marxistas y nacionalistas de cualquier polaridad.
En este discurrir acelerado de una biografía testimonial llegamos a 2025. Cincuenta años después del fallecimiento de Franco y siete de gobernanza socialista bajo la batuta de Sánchez, el socialista que atormenta sin cesar los días de todo aquel ciudadano democrático que no comparta sus ideas. Éste, además, ha desenterrado a Franco de su tumba. Trata así de borrar cualquier huella, la que sea, de su paso por nuestra Historia por una razón fundamental: porque derrotó a sus antecesoras en una guerra civil, y eso, ni Sánchez, ni las izquierdas españolas, ni los nacionalismos periféricos, lo han digerido.
Este club de derrotados necesita destruirle y erigirse vencedor ante el imaginario de sus seguidores, pero nunca podrán cambiar la historia. Franco tuvo el acto de liderazgo político militar de ganar una guerra civil, pero Sánchez no consigue ganar en las urnas al partido de la oposición y gobierna gracias a los votos de los enemigos declarados de España. Mientras tanto, le reviven tácticamente para realimentar el odio hacia él como fetiche que les propicie una victoria imposible a fin de mantener a sus seguidores entusiasmados desenterrando su momia y borrando sus huellas.
Franco o Sánchez
Pero tanta obsesión de Sánchez contra Franco obliga a hacer balances, al menos para aquellos que tenemos perspectiva histórica. ¿Franco o Sánchez? Pues bien, he aquí mi opinión al respecto. Primero, ni Franco ni Sánchez, ninguno de los dos me complace como liberal conservador y demócrata que soy. Segundo, Franco nos sustrajo las libertades políticas y no vivíamos en una democracia, pero cuando murió España estaba posicionada entre las diez economías más importantes del mundo. Y tercero, con Franco España era una nación, teníamos Nación con sus luces y sombras.
Pero hoy día, Sánchez ha decidido gobernar con los enemigos del progreso económico, de la democracia y de la Nación española. Como consecuencia, primero, nuestra economía no está entre las diez más importantes del mundo. Segundo, nuestra democracia, ahora en manos de esta izquierda radical, está perdiendo calidad y posicionamiento en el ranking político internacional. Y tercero, nuestra Nación, antes sólida y no cuestionada, se fragmenta, agrieta y debilita, por las concesiones socialistas a sus aliados del nacionalismo periférico.
En resumen, con Franco no teníamos libertades políticas, ni democracia, pero teníamos salud económica y Nación. Pero con Sánchez, la democracia está amenazada, la economía esta endeuda y la Nación en proceso de descomposición. ¿Dónde están las bondades del sanchismo?
Nada que festejar y mucho que lamentar derivado del sanchismo, porque la democracia se puede recuperar; la economía puede mejorar; pero la Nación, si se desgarra, jamás tendrá recomposición.