Victor M Perez Velasco, autor de “Valores políticos y conflicto en España”.

Opinión

Los destructores de la tradición

Psicopolitólogo.

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Ilustración de antiguas ruinas griegas.
Ilustración de antiguas ruinas griegas.

El etólogo, zoólogo y Premio Nobel de Medicina de 1973, Konrad Lorenz, publicó ese mismo año un libro titulado “Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada”. En él denunciaba las amenazas que se ciernen sobre el ser humano, no sólo cuando depreda la naturaleza, sino cuando también se agrede a sí mismo. De los ocho pecados mortales debemos prestar especial atención al séptimo, que el describe como “El quebrantamiento de la tradición”. El autor al comentar la destrucción de la tradición dice textualmente: “Pero, tras una meditación más profunda, descubriremos que la máxima retención conservadora de lo experimentado antaño pertenece a las propiedades vitales del sistema (cultural), el cual desempeña en el desarrollo cultural una tarea análoga a la del genoma en la evolución de las especies” (Lorenz 1984: 75). En otras palabras, no sólo somos transmisores de genes, sino también de cultura, es decir, tradiciones, de ahí nuestro respeto hacia ellas.

Pero ¿qué es la tradición? El acervo cultural cristalizado en forma de valores, hábitos, aprendizajes, estilos de vida concretos, etc., consolidados como pautas de convivencia asumidas como respetables y funcionales por una comunidad. Es la memoria, el inconsciente colectivo de las comunidades humanas. Algunas tradiciones deben cuestionarse y revisarse, otras deben eliminarse por disfuncionales y obsoletas, pero la gran mayoría, deben respetarse y perpetuarse en el tiempo, porque son fruto del aprendizaje colectivo exitoso y acumulado por esa comunidad humana.

Sabemos por los estudios sobre el cambio social, que, en los individuos, grupos y colectivos, las tensiones por mantener el mismo estatus son mayores que las tensiones por cambiarlo. En otras palabras, entre los humanos, las tendencias por perpetuarse un hábito o una costumbre son más fuertes que las de cambiar, por eso el cambio siempre es complicado, necesita ser precedido de crisis y, por tanto, debe administrarse de forma inteligente. El cambio por el cambio carece de sentido. Una mayoría de ciudadanos no puede vivir permanentemente en crisis de valores azuzada por una minoría de políticos insensatos. Aquí cabría una excepción, los cambios tecnológicos, que están sometidos a una dinámica y una casuística distinta, pero no están exentos de ciclos de adaptación.

Ahora bien, los cambios de valores y de hábitos sociales requieren un tempo distinto para su evolución y consolidación ya que son ostensiblemente más lentos. Tal vez porque la naturaleza humana no esté hecha para disolverse de la noche a la mañana en nuevas pautas, sin haber experimentado previamente cómo funcionan. Puro sentido común. Entre ambos hitos, la estabilidad y el cambio, hay margen para la revisión y evolución de estas tradiciones sin tener que proceder necesariamente a su destrucción. Entonces, ¿por qué tanta obsesión destructiva?

Tal vez porque hay visiones más impacientes de ciertos colectivos sociales y políticos que discrepan de lo ancestral, pero no sólo por eso, sino debido a que viven de forma tan apasionada la necesidad de los cambios, que estos colectivos se han convertido en auténticos destructores sistemáticos de toda tradición, y a ello están entregados en cuerpo y alma. Tienen urgencia, voracidad, energía y obcecación por la transformación de las sociedades a cualquier precio. El cambio sí, pero ¿hacia dónde? ¿en qué dirección? ¿en qué sentido? ¿por qué ahora y aquí? Lo observable es que nos encontramos con políticos apasionados en destruir nuestras tradiciones con absoluta determinación, ya sea porque detestan los valores que los sustentan; porque tienen un proyecto alternativo o por el insoportable peso que ejercen sus sueños frente a nuestra rutinaria realidad. La cuestión principal es que hoy en España vivimos el asedio a nuestros hábitos y costumbres más arraigadas. Veamos algunos ejemplos de las tradiciones más amenazadas sin orden de prioridad:

  • La familia
  • La propiedad
  • El patriotismo
  • La tauromaquia
  • La religiosidad
  • La monarquía
  • La masculinidad
  • La feminidad
  • La lengua
  • La caza

Ya hemos identificado los valores cuestionados y amenazados, ahora debemos identificar los colectivos sociales que trabajan en el cambio, suplantación o destrucción de estas tradiciones, que en esencia son las izquierdas, desde socialdemócratas, antisistema o comunistas. Es decir, los defensores del progresismo social. Para este colectivo la cuestión parece clara: la tradición debe ser destruida, y cuanto más rápido mejor, porque es el principal obstáculo para que la visión del “hombre nuevo”, que el marxismo redivivo viene predicando, sea implantado ya. Como quiera que toda tradición se soporta en ciertos valores no deseables para ellos, destruir las tradiciones es destruir estos valores, de forma que sean sustituidos por otros nuevos en sintonía con el proyecto social progresista.

El nuevo proyecto social y sus agentes inspiradores confluyen en un nihilismo adánico, irracional, negador de la esencia de lo humano y de origen pan marxista. Además, está asociado a una sed revolucionaria, redentora y mesiánica que lo impregna todo. Por si esto fuera poco, este “nihilismo emancipador”, está lleno de urgencia y precipitación como si se acabase el tiempo. Todo este síndrome es compartido por un número de organizaciones progresistas ya descritas anteriormente, cuyo éxito inevitable se impondrá en nuestras vidas como una suerte de imperativo categórico que se cumplirá, indefectiblemente, en los plazos marcados por la Agenda 2030. Es obra de su pretendida superioridad moral e intelectual que tanto predican y por la que han apostado.

¿Qué valores nos quieren imponer a través de sus cambios? Obviamente nos amenazan de forma especial con los siguientes contravalores progresistas:

  • Pensamiento hegemónico
  • Internacionalismo
  • Lucha de clases
  • Colectivismo
  • Anticlericalismo
  • Propiedad y planificación estatal
  • Republicanismo
  • Justicia social
  • Animalismo
  • Feminismo radical
  • Revolución
  • Relativismo moral
  • Igualitarismo
  • Destrucción de la tradición
  • Solidaridad universal
  • Mesianismo                    

La situación está clara. Las formaciones políticas progresistas actúan como arietes contra las tradiciones que no les encajan, en un ejercicio de calcinación de valores ancestrales para imponer los suyos, productos de diseño de sus propias factorías de ingeniería social. Lo inaudito es la frivolidad con la que estos colectivos asumen destruir tradiciones ya que, en esencia, es destruir la cultura de una comunidad humana para implantar valores artificiales que, sólo existen en los planes de una parte de esta sociedad y que no han sido experimentados.

Pensemos en términos antropológicos, ¿qué es la Antropología? Es la ciencia que estudia las culturas humanas, por tanto, los antropólogos son científicos que investigan rigurosamente las tradiciones que crearon los pueblos con el fin de conocerlas, respetarlas y preservarlas.

Las tradiciones representan la herencia cultural de una comunidad humana. Por esta razón, la Antropología lleva desde el siglo XIX estudiando esta herencia representada en la institución familiar, el parentesco, los rituales, los símbolos, la mitología, la cosmogonía, la religión, las estructuras sociales, la lengua, los artificios o cultura material, la historia, etc. de cualquier cultura humana, sea primitiva o contemporánea. Y, por ende, lo hace a través de sus tradiciones. Pensemos en los esfuerzos investigadores de antropólogos reputados como Morgan, Tylor, Malinowski, Margaret Mead, Leslie White, Marvin Harris, Caro Baroja, Levi-Strauss, etc. y su huella intelectual en esta ciencia. Pues bien, en el sentido contrario en el que avanza la Antropología, ahora emergen unos políticos jóvenes, ignorantes e iluminados, que se autodefinen progresistas, y se dedican a destruir los rasgos culturales que les importunan, porque acumulan un puñado de votos. Pero lo más lamentable es que lo hacen sin el más mínimo respeto por las tradiciones que los antropólogos estudiaron con objetividad y devoción y constituye el acervo de esta ciencia.

El progresismo se convierte entonces en la negación de lo antropológico, en la destrucción de lo que los antropólogos estudiaron y continúan estudiando. En cambio, la progresía imposta valores que las comunidades humanas no piden, que sólo existen en el imaginario de estos líderes políticos irrespetuosos e indocumentados, y que, a mayor redundancia, son los continuadores del proyecto político estrepitosamente fracasado en el siglo pasado.

Los progresistas con su práctica arrasadora niegan a la Antropología el estatus de ciencia, y mientras ésta estudia la cultura, la respeta y la ubica en un lugar preferencial, ellos la destruyen y manipulan de forma interesada, grosera y despectiva. Sólo la ignorancia puede avalar la destrucción de la herencia cultural, social e intelectual de nuestro pasado, que encierran nuestras costumbres, y éste es el caso. Los progresistas odian el pasado sencillamente porque no se consideran parte de él ni le asignan ningún valor relevante.

Por todo lo anterior, en su sordidez arrasadora, los destructores de las tradiciones inspirados por Gramsci, sin saberlo, van más allá de lo imaginable. Ellos quieren suplantar el sentido común del humanismo cristiano occidental por el sentido común socialista, ahora progresista, para conseguir el “consentimiento político” de esos nuevos ciudadanos conversos.

Nuestro humanismo de inspiración greco-romana incorporaba para nuestro equilibrio de una vida individual feliz, los tres valores trascendentales de Platón: la verdad, el bien y la belleza. Ahora, los progresistas en su búsqueda ciega del “hombre nuevo” pretenden destruir, además, dichos valores, neutralizando nuestro individualismo en nombre de una colectivización totalitaria. Así, la verdad se suplanta por el igualitarismo y sus dogmas doctrinales progresistas; el bien por el pragmatismo moral y el hedonismo; y la belleza, herencia según ellos de una estética burguesa decadente y de su mística religiosa asociada, es suplantada por la zafiedad de lo contracultural, la grosería y el gruñido narrativo.

Para finalizar y retomando a Konrad Lorenz, conviene cuestionar la pasión desbordada del cambio por el cambio, lo propugne quien lo propugne. Los cambios en las sociedades son bienvenidos, siempre y cuando estos aporten mejoras a la calidad de vida y a la dignidad de los ciudadanos, pero sin duda deben intentar satisfacer a todo el mundo, lo que resulta harto difícil. De ahí que cuando en nombre del progresismo se proponen cambios sociales forzados, las sociedades tradicionales se resistan y como nos dice Lorenz, lo hagan desde el sentido común y la seguridad de que las actuales tradiciones, aportan a las comunidades humanas unos valores probados, consolidados y socialmente avalados por un consenso social ancestral. La transformación de las sociedades debe realizarse, pero no imponerse, sino consensuarse y no enmascararse en mayorías parlamentarias espurias, sino en sólidos y amplios consensos.

Nuestro dilema actual es predecir hasta donde llegará la irracionalidad y la insensatez de ciertos políticos, en su absurda tarea de manipular las culturas humanas, sobre la base no probada, de dirimirnos o emanciparnos de una hipotética cultura represiva, que ninguna mayoría de ciudadanos les han pedido. Finalmente insistir en que, mientras la ciencia antropológica defiende y respeta nuestras culturas y sus tradiciones, los políticos progresistas españoles continúan con su insaciable labor destructora de nuestra identidad cultural.